Tengo una madre adoptiva que me entierra sus uñas acrílicas sin querer en la espalda y que niega su filiación sanguínea conmigo. Me dice que me cuide, cuando de noche los gatos son sombras que cruzan las avenidas infectadas, venéreas, oscuras. Mi madre adoptiva no me sabe preparar la leche sin narcóticos y cuando la conocí estaba rodeada de humo y de primas mas feas que ella. A ratos la deseo ordenando mi pieza, antes que se descuelgue la peluca color caoba oscuro de la cabeza y se saque los adornos que le permiten alimentarme. Mi madre adoptiva está preocupada por mi, pero nunca la he visto rezar. Cuando tengo pena me pongo a llorar en su pecho y descubro que es de mentira, fabricado en serie, a kilómetros de nuestra casa, en una industria contaminada por los gases que salen de la fundición de poliestileno, por unas manitos mas chicas y mas hambrientas que las nuestras. Ese día mi madre se veía aún mas triste que las otras veces. Coincidimos en el tránsito despreocupado por la calle, en el devenir noctámbulo de nuestras pasiones. Se asustó cuando me vio, comprendió que su oficio nunca fue un secreto. Mi madre no está preocupada por mi actitud ni intenta mejorar mis enfermedades, me dijo que me faltaban pocas cuadras para llegar, pero no me dijo cómo volver. Mi madre adoptiva se asemeja a un ángel solo en el brillo de la cosmética barata con que tapa su hombría. Ella es mas hombre que yo y me lo hace notar, cuando arregla los artefactos que se descomponen en la casa. Le tengo miedo a mi madre adoptiva, porque sólo la veo de noche, cuando ya dejo de contenerme las ganas y procuro hacer de la noche mi traje para parecerme a ella.