Tú ni siquiera sabes mover la lengua dentro de otra boca, eres torpe, te chocan los dientes, te sudan las manos y te resbalas de forma tonta hacia las partes que no te gusta tocar, y yo empujo, muevo circularmente las caderas, para así conseguir el control de la trayectoria que siguen y llevarlas justo donde se necesita, entonces me miras, te asusto y te quiero tanto así, con esa carita que pones, que busca evitar que piense que tus manos cayeron bajo el dominio de tu deseo.
Entre los dos juntamos ciento veinte pesos que nos alcanzaron para comprar una pelota de plástico gris, que tenía dibujado el mundo. Me dijiste que esas pelotas no te gustaban porque eran tan livianas que el viento siempre cambiaba su dirección después de un chute de altura, y que, por culpa de eso, perdías. Te vi llorar, te vi llorar escondido, agachando la cabeza, para que ninguno de los otros niños se diera cuenta .
Agarré la pelota, le hice un pequeño hoyito justo en la parte de áfrica y por ahí le metí piedras, muchas piedras, de todas las formas, hasta que se completara, y la puse con cuidado en la mitad de la calle, te llamé, nos sentamos los dos en la berma. Cuando el primero de los niños retrocedió para darle más fuerte a la pelota me puse feliz. Al pegarle calló en seco y de boca en el suelo, sentimos el crepitar de su esqueleto al fracturarse, pudimos ver como sus huesecitos se salían astillados de la carne y quedaban expuestos, blancos y delgados, frente a todos. Reímos, reímos arto y fuerte, gritaba, gritaba, y de a chorros le salía la sangre de la zapatilla, manchándole las piernas, tiñendo sus calcetín y desde arriba, su boquita se había partido y la sangre que desde ahí le salía le mojaba el pecho y la polera, no pudo pararse. Estuvo ahí, frente a los dos, moviéndose como un pescadito fuera del agua y nosotros no hicimos nada para sacarle la tierra que se le había pegado en la boca.
(y esto no lo puse en el salibario)
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